
Ella tenía una oscuridad propia y una luz igual de encantadora, que la hacían un ser explosivo y particular.
Ella me miraba a los ojos y me juraba que algún día encontraría su lugar en el mundo.
Ella moría de amor espontáneo cada noche de sábado y revivía de melancolía las tardes de domingo y cafés.
Ella creía en la eternidad, pero por momentos la evidencia de sus pequeñas certezas tiritaban a la intemperie por la asecha de un Universo profano.
Su inhibición era tan larga como sus cabellos y el día en que ella se los cortó, creyó ingenuamente haber perdido, a su vez, un poco de cobardía.
Las dudas caían por su propio peso
¡qué lección tan terrible y magnífica a la vez, es aprender que la realidad es un tanto menos ficticia que los sueños!
Volvamos al despótico amor de la valentía,
volvamos a tener 4 brazos, dos abdómenes y dos sexos diferentes.
Volvamos a estar juntos. Volvamos a ser uno.
Como esos años de crudeza somnolienta y promiscua niñez.
Soy masoquista de este juego tan tirano.
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