De aquel sorbo sólo me quedó un sabor amargo.
El sorbo era tan fuerte que se arraigó en cada una de mis células, fundiéndose con mi sangre y siendo ahora azúcar para mi organismo.
Azúcar potencial y propicia para la holgura de mis creaciones.
Ese maldito azúcar que da rienda suelta a mis pasiones.
Azúcar sátiro, azúcar piadoso.
Llamémoslo sólo azúcar.Y de repente un hombre irrumpe contra las paredes de porcelana de mi taza-casa, las toma arbitrariamente. Descortés y sin permiso alguno. Un hombre cuyo rostro no logro reconocer.
Toma una cucharita ¡Una maldita cucharita para un azúcar maldito!
Y yo, que estoy en el fondo, a la izquierda y a la derecha de la taza, sólo puedo tratar de quemarle la lengua con mi agua hervida.
Pura y exclusivamente como acto de venganza, lo que cualquier intelectual podría llamar una acción social afectiva.
Y yo veo los labios de ese humano que me es tan desagradable lamiendo líbidamente a la maldita cucharita y que bosqueja una carcajada dejándola del lado de la servilleta de seda. Toma el platito, toma la taza y ¡glup!
Yo, ya soy un sorbo engullido por un hombre empedernido en saciar su sed.
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