tinta y pluma pa volar

tinta y pluma pa volar

domingo, 4 de enero de 2015

La melancolía es un sabor agridulce que se apega en el paladar. Y en ese testeo permanente, el hombre viaja para conquistar los ríos dulces, para dar vuelta sus relojes y sus medias, para dormir por la mañana y para tomar mate bien entrada la noche, para olvidarse y para recordar.
Armar la mochila es el paso número uno. Armar la mochila es un camino de ida, aunque el viaje propiamente dicho no pese más que unos pocos granos en la inmensidad del total de la arena.
A partir de ese momento comienza el viaje. El transporte físico puede tranquilamente esperar; pero el filosófico acaba de comenzar. Y de fondo, mientras elijo qué llevo y qué dejo, el piano ayuda a que desarme y sangre el corazón que está inmerso en un titubeo intermitente, una fragilidad acorazada que puja por salir, un ser que se halla entre el ir y venir, entre quedarse e irse.
A pasitos de todo me pregunto si viajar es escapar. E inmediatamente me respondo que no, no y no. El acto de viajar es, en sí mismo, ya un punto de llegada.
Dicen que el cobarde huye en busca de valor, pero el valiente también escapa.
Porque siempre falta algo, porque siempre hay algo por hacer. Con uno mismo, con el otro, con pocos o con todos. El viaje es la búsqueda del viaje, lo físico con el empeño espiritual.

Un viaje es un empalme entre la espera y el ansia, entre lo conocido y lo desconocido, es la risa y lo aleatorio. Un viaje es libertad y desamor, cariño y abrazos. Un viaje es todo lo que yo quiero que sea. Un viaje es la esperanza renovada que se condensa consumada en cada fuego artificial que se quema mecánicamente cada primero de enero.
Y es por eso que una fiesta, un mantel sucio y un helado derretido son mucho más que un cigarrillo consumido, porque es la compañía versus la soledad
y es esa misma batalla la que se arrastra en el viaje.

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