tinta y pluma pa volar

tinta y pluma pa volar

martes, 26 de noviembre de 2013

Escribir.

Desperté con la sórdida certeza de que llovería a media mañana. El olor de la lluvia era insoslayable, tan concreto que se me hizo tangible apenas abrí las ventanas. Tomé una bocanada de aire y subitamente me encaminé hacia el metro que me llevaría hasta el trabajo. Cuando camino hacia la parada me siento parte de un sueño, como si todavía no me hubiese despavilado lo suficiente como para andar. La pizza de la noche anterior estaba ácida en mi estómago; podía figurarla de un color verde rancio, casi en proceso de descomposición dentro mio. Esa imagen se plasmó en mi mente y me dio náuseas. Era un día más, mientras esperaba el transporte atestado de las 7 de la mañana vi a dos niñitas de secundario y las sentí añejas. ¡Con qué facilidad se olvida uno de lo que fue, hasta el punto de parecerle extraña una rutina que perduró años en su vida! Así las miraba, hasta con la ternura de una señora que ya es muchos años mayor. ¿Me estaría volviendo grande? No, no lo creo. La noche anterior, desde mi terraza, me había perdido entre las formas de las nubes, atolondrandome de sosiego como cuando era pequeña. Tal vez, con el correr de los años, la experiencia vivida me estaba tornando más sabia. Pues había aprendido a callar; había comprendido la importancia del silencio tanto como la de las palabras: ya no tenía la frenética necesidad de hacerle saber todo a todo el mundo. Supe que a veces son más inteligentes las mujeres que saben callarse ciertas cosas, y con esa idea, esa misma tarde, había podido reprimirme el impulso de pelear con mi madre. No es fácil hacer un bollito con las palabras y mandarlas a guardar quién sabe a donde, pero, con esfuerzo, no es tampoco imposible. Me pregunté si habría dentro mio una especie de sótano en donde estuvieran guardadas todas las cosas que no dije, todas las broncas que me hube tragado desde que tengo consciencia de mi ser y del mundo tan ácido que me ha tocado vivir. Me imaginé un lugar oscuro dentro mio, en mi lado izquierdo, como en un rincón: todo aquello que callé estaba apelotonado, y si me descuidaba y abría demasiado la puerta del sótano, todas aquellas cosas guardades se caerían como una avalancha sobre mi. Si, necesitaba prudencia cada vez que quisiera abrir ese portal.
Recordé mi tarde de ayer.
Si bien era feriado, a muchas personas se les había ocurrido salir a caminar. Era un lunes, pero en verdad tenía el color de un domingo. Muchos abuelos habían sacado sus sillas a la calle y habían salido a tomar un poco de aire, por más que en la calle el aire fuese tanto o más sofocante como el de adentro. Niños andando en bicicleta por la vereda que jugaban carreras de esquina a esquina. Jóvenes agraciados despatarrados en un cordón derrochando risas. Y yo, caminaba. Un poco sin rumbo pero con la poca espontaneidad de alguien que no se descuida de irse muy lejos porque sabe que luego deberá caminarse la vuelta. Noté que mis auriculares llamaban un poco la atención por su tamaño, si a eso le sumabamos que iba canturreando no tan suavemente, definitivamente mi presencia llamaba la atención.
Con un poco de melancolía añoré la presencia de un compañero. El último año mis deseos de ser madre se habían agigantado. Varios días al mes me sorprendía el instinto materno que afloraba dentro mio. Me asustó y al mismo tiempo y con la misma fuerza, eso me tranquilizó. La esquizofrenia de mi madre había hecho germinar en mi la semilla de formar un familia ¡Oh, mi madre! La fuente de mis turbulencias y mis más preciados aprendizajes indirectos. De ella había aprendido todo lo que no quería para mi vida y me había proyectado en la maternidad casi en un sentido opuesto al que ella había ejercido sobre mi. Supe que, en ciertas circunstancias, es más fructífera la falta de que la presencia de. Me dejaba perpleja el hecho de haber aprendido más cosas de alguien que se equivoca más a menudo que de alguien que vive acertando. Definitivamente, el contacto con el mundo nos moldea enormemente y nos pone alerta acerca de nuestra propia existencia. Cada vez más, los libros se volvían mi inexorable compañía, que tal vez por no poder emitir opinión, me era la única tolerable por estos días. Ellos nunca me habían defraudado, su fidelidad me desoló al punto de creerme una ermitaña antisocial. A fin de cuentas eran los únicos que no me hacían pescar rabietas; por el contrario, habían sido siempre mi calmante ante situaciones de enervación y poca lucidez. Cada vez que me encontraba desequilibrada, al sumergirme en una de sus páginas, me daba a mi misma la posibilidad de realizar una catarsis y de pensar en frío. Lo mismo me venía sucediendo con la música. Realmente estaba preocupaba sobre mis pocas aptitudes para con las otras personas. Ultimamente todos me parecen tontos y despreciables. Veo en toda nuestra especie humana un halo despreciable que se hace más fuerte que todas las virtudes que puedan contrarestarlo. Esta reclusión en libertad está atormentándome, pero siempre escribir me ha ayudado a ordenar mis ideas y a purificarme, aunque más no sea galácticamente.

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