tinta y pluma pa volar

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miércoles, 15 de junio de 2011

Ocurrencias en la hora de Plástica.

Historias de colectivo.
Ya cansada, regresaba a sus pagos, con el aire musical envolviéndola suavemente. Se sumergía en las notas, entre claves de soles y signos no muy claros para ella. El 8, una vez más se hacía esperar. Hacía un frío rígido y cruel y la consoló la certeza de que sobre el colectivo sería menos azotador que allí abajo; deseaba entreverarse entre calores humanos sin importar la posible alternativa de quedar aplastada entre tanta gente de malhumor.
Al llegar a la parada, le gustaba mirar quienes estaban a su alrededor aunque sin demasiada atención, sólo por el hecho de hacer algo concreto con el tiempo ocioso que disponía durante la espera. Esta vez, como muchas otras, un chico y su amigo. Hagamos hincapié en el chico. Ojos y cejas, pestañas y parpadeos, se miraron. Química, nada de física, matemática o álgebra, no señor, definitivamente química.
Ya arriba de éste, sus oídos se penetraron con una dulce combinación de letras poco creativa pero aún así la anonadó el improvisto “princesa” Avanzaban cuesta arriba, alejándose progresivamente del caos y el tumulto de la ciudad, aunque sin dejar de pertenecerle; con la fluidez característica de la noche… las calles mucho más desiertas que a la mañana o incluso unas horas antes a dicho encuentro, las luces alumbrando el negro y oscuro pavimento, la gente volviendo a sus hogares, todos inmersos en sus pensamientos y coyunturas, siempre entre ritmos frenéticos y acelerados. Y el chico ahí, a su lado, invitándola a un juego de seducción, cuyas reglas improvisadas y un poco confusas se interponían entre ambos, casi separándolos me atrevería a afirmar. De barrio en barrio, la misma avenida de siempre, y los semáforos arbitrarios los obligaban a detenerse casi en cada esquina, como teniendo que hacer tiempo para que aparezcan, emerjan o surjan las palabras escondidas. Esa necia idea que persigue y acecha mentes de mujeres y hombres de todas las edades, el primer paso y la vergüenza. Le cantó a la trenzuda una canción del mismo título que el adjetivo que le había recitado previos segundos. Ella tomó ese par de sílabas y las guardó cautelosa y alegremente en su cajita musical craneana. Ajena al tiempo para devolverle reacción alguna, la muchacha se paralizó; quizá debido a la infrecuente frontalidad que la enfrentó.
Entonces se rió tímidamente, devolviéndole al Romeo un estirón de labios, con un movimiento tierno, como luciendo los dientes. Así fue la despedida, sin pena ni gloria, pero con la esperanza de cruzarlo ojalá en algún otro viaje y compartir otra secuencia romántica.

1 comentario:

  1. Considero que esas cosas deben quedar guardadas como un mero recuerdo bonito. Porque si todas las historias se resuelven, ya no nos queda nada para imaginar...

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