tinta y pluma pa volar

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domingo, 1 de abril de 2012

Historias de bondi.

Era uno de esos días de agotamiento y sudor prolongado durante muchas horas. Espeso y grasiento sudor suspendido desde muy tempranas horas.
Era una de esas tardes en las que se vuelve ansioso el llegar a casa luego de una larga jornada aunque agradable, apacible y productiva.
Así subí al colectivo, rogando toparme con un asiento vacío en el cual pudiera sentarme. El viaje, como todos los que suelo hacer, era de un poco más de media hora por reloj. Pero lo que más me irritaba era el tedioso tránsito que se caracteriza por permitirle al transporte avanzar un promedio de 3 cuadras por minuto. Aún así, entre tanto congestionamiento vehicular, quedaban algunos lugares vacíos (aunque no muchos) para que yo pudiera descansar la dolida médula espinal que gemía silenciosa con el agravante de haber sufrido apenas horas antes un tremendo golpe, consecuencia de la caída de una escalera.

Se sentó a un par de metros de la puerta de subida. Ojeó a su alrededor como de costumbre, por inercia, a las personas que tenía próximas a ella. Hizo un ploteo general con su mirada, acompañado de un sutil movimiento con su cabeza y así se topó con una mujer de no más de 28 años de edad, cuyo enrulado pelo corto y castaño claro parecía casi rubio por los rayos del sol que penetraban por la ventanilla. Sus ojos grandes, enormes, tan azules como un zafiro de esos que se venden a precios carísimos en las joyerías; se esforzaban inútilmente en contener las lágrimas que le salían con un flujo impresionante ¡Era tan bonita! Y sin embargo, allí estaba ella, envuelta en un llanto de tristeza, que emanaba el dolor del más puro y profundo carácter, que estaba muy lejos de ser bronca, odio o algún otro sentimiento por el estilo.

Quise ayudarla, pero no supe cómo. Es más, creo que cuanto más trataba de evitar que mi vista recaiga en su figura para que no se sintiera observada, peor era.. porque inexplicablemente mi indomable y rebelde mirada  terminaba siempre lanzándole un vistazo.
Quería decirle que no merecía la pena que llorasen unos ojos tan hermosos, que eso era casi un pecado.. pero, no obstante, me contuve. Tuve miedo de herirla aún más o que ahora adjuntara gritos a su húmedo concierto de lágrimas. Así que cuando advertí que no portaba pañuelitos descartables, súbitamente encontré una excusa para acercármele. Saqué unas servilletas del bolsillo de la mochila y, esbozando mi más complaciente sonrisa, extendí la mano para entregárselas.
Me devolvió el gesto con un "gracias" realmente agradecido pero tembloroso, y otra sonrisa casi tan linda como sus ojos. Me dio la mágica impresión de que en ese momento se sintió menos sola, extrañamente acompañada. 
Pasaron los minutos y sacó de su mochila un cuaderno y una lapicera. Supuse que iba a escribir algo a modo de desahogo. Muchas personas recurrimos a este método para alivianarnos un poco el peso que llevamos dentro, especialmente cuando las cosas no andan del todo bien. No pude ver si efectivamente estaba escribiendo, pero tampoco me interesó demasiado entrometerme. No quería volver a intimidarla, así que sólo dejé que hiciera lo que quiesiese y entonces me costó un poco menos evitar su examinación.
Ya casi estaba llegando a casa, cuando el silencio del colectivo se rompió con el
 brusco arranque de la hoja de su cuaderno. Instantáneamente me la entregó, me reiteró su agradecimiento y volvimos a hacer un trueque de sinceras sonrisas que pueden llegar a hacerlo llorar a uno de emoción, si es que se encuentra un poco sensible. 
Se bajó del colectivo con cierta prisa, aunque no apurada. 
Perpleja, me quedé observando lo que yo suponía un escrito. Pero para mi sorpresa, era un dibujo.
Un dibujo que siempre que vea, va a estar cargado de historia. Que no importa cómo, siempre me va a transportar hacia aquella tarde de marzo, en la que el agotamiento físico se hizo más leve y tolerable con la reconfortación que da haberle arrancado un trocito de alegría, por más mínimo que sea, a esa mujer de corazón tibio y ofuscado.

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